¡QUE SE JODA EL COCODRILO!, Adrián Martínez
Perdónenme la expresión: no quise decir cocodrilo. Pero el chiste es que se reunieron todos los animales del bosque para tratar un asunto importante y al igual que pasa con las interacciones humanas en las de animales también las hay cachondas. El león dirigía la reunión y rugía: ¡nos iremos todos a un lugar mejor, con mejores oportunidades, más saludable, con más futuro y donde nadie sea cancelado, perseguido ni devorado por sus ideas, pero ese animal bocazas, baboso, sin pelo, húmedo, rastrero y de ojos saltones, no vendrá! En ese momento la rana gritó ¡eso, eso, que se joda el cocodrilo!
Una realidad que seguramente conocen ustedes: según el Ministerio de Sanidad español en su último Informe Anual del Sistema Nacional de Salud de 2023, publicado en 2024, el 34,3% de la población padece algún trastorno mental o del comportamiento. Por otro lado el también último Estudio Internacional de Salud Mental del Grupo AXA arroja la friolera de que un 59% de la población en España sufre estrés, un 48% depresión y un 23% ansiedad. Problemas que se agudizan si consideramos que el 64% de la población considera que está potencialmente afectado con cualquiera de los citados trastornos de salud mental. Por grupos de edad, los jóvenes entre 18 y 24 años son los que tienen una peor situación mental. Los datos de la encuesta recogen, además, que las mujeres son más propensas a reconocer problemas de salud mental con un 50% de ellas en mala situación mental frente al 36% de los varones.
Este interés por los trastornos mentales, aparte de la curiosidad y necesidad médica inherente, nació fundamentalmente en mi época de profesor. Periodo de casi 26 años que me acercó, con más o menos acierto, al sufrimiento observado en numerosos alumnos diagnosticados de este o aquel otro trastorno mental. Jóvenes en su mayoría sometidos a tratamientos farmacológicos prolongados cuyo éxito o beneficio nunca se demostró ni se produjo. Dicha cercanía y los resultados observados dieron pie a preocuparme finalmente por el carácter impreciso, antojadizo y en general insatisfactorio no solo del concepto de enfermedad mental, sino de su diagnóstico, de su pronóstico, de sus tratamientos y de sus consecuencias. A esto se le añadió la insatisfacción por los fundamentos médicos y por el marco conceptual de la psiquiatría. Uno tiene, aunque algo “partío”, su corazoncito.
Comprendí en esa académica época toda la extensión del problema y la necesidad de abordar la salud mental y sus trastornos desde una perspectiva que se alejase definitivamente de la tradicional y trasnochada visión de una psiquiatría empeñada en teorías biológicas y presumibles evidencias bioquímicas. Visión donde observaba la escasa correlación de la clínica manifestada por los pacientes con los supuestos datos biológicos, -cuando los había- produciendo una peligrosa contradicción entre los citados datos, cada vez más refinados, y los datos clínicos, cada vez más difusos e inexactos. Los pacientes eran catalogados mediante artificios subjetivos a través de sus síntomas intentándoles presentar como un encaje mecánico de piezas cual zapato de Cenicienta Las expectativas de hace unos años respecto a la neuroquímica, la imagen cerebral o la genética no han arrojado los resultados esperados, sólo vagas conclusiones en referencia a concretas y determinadas enfermedades sin avances importantes ni resultados concluyentes.
Asi que hablamos de teorías que intentan, aunque apenas lo consiguen por falta de pruebas analíticas y marcadores biológicos, ser arropadas por la ciencia intentando dar una explicación a ciertos comportamientos humanos solo a traves de la herencia genética y la fisiología del individuo. Visión que fundamenta casi toda su actuación terapéutica en el uso de la patada farmacológica y que, tal y como puso de manifiesto la última edición del Atlas de Salud Mental 2020 de la OMS, concluye que aunque en los últimos años se ha prestado una mayor atención a los trastornos mentales esta no se ha traducido en una mejora de su calidad, en los buenos resultados y mucho menos en una rebaja de su incidencia y prevalencia. Algo está cambiando, hay que admitirlo. En este sentido nuestro Ministerio de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030 ha impulsado estos últimos años la puesta en marcha de variadas estrategias centradas en las personas y familias, intentando establecer un enfoque definitivamente integral.
Algunos, muchos afortunadamente, consideramos que el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) –uno de los manuales más usados mediante el que se diagnostican dichos trastornos- siempre fue publicado para que los mismos tuviesen apariencia de científicos pero adolecen de ser fundamentalmente teóricos, no están validados rigurosamente y contienen definiciones demasiado amplias demostrando su incapacidad para ser integrados en los hallazgos de la investigación genética y neurobiológica. Además los límites para las patologías diagnosticadas se pueden ampliar fácilmente porque no hay una línea clara que separe a las personas que están simplemente preocupadas de aquellas con trastornos mentales leves, diagnosticando como auténticas “enfermedades mentales” ciertas reacciones y comportamientos que, por más dolorosos que sean, son parte de la naturaleza y condición humana.
Se hace necesario recuperar esta disciplina médica en torno a un modelo definitivamente no solo biológico sino psicológico y social, extendiendo lo social también a lo económico. Solo asi seremos capaces de comprender y explicar el sufrimiento de los afectados. Este enfoque participativo sostiene que el factor biológico es importante pero más lo son el factor psicológico y los factores sociales y culturales siempre comórbidos.
Esa reclamada remodelación de la psiquiatría y de la atención de los trastornos mentales llevará definitivamente a desmantelar todo el pensamiento filosófico y pseudocientífico que le ha permitido encontrar un discurso capaz de camuflarse y perpetuarse no solo en la legalidad sino también en las instituciones que representan a todos los médicos , estableciendo sus adeptos en demasiadas ocasiones una función de fiscalización y control sobre determinados colectivos médicos que para ellos mismos y para la disciplina que ejercen no tienen. Véase el caso de los médicos acupuntores, naturistas y homeópatas, por ejemplo, y el control permanente que desde los Observatorios contra el intrusismo y las pseudoterapias ejercen algunos psiquiatras, sin el más mínimo pudor y mancomunadamente con otros, a pesar de que nuestro Ministerio de Sanidad jamás ha prohibido estas prácticas consideradas tan peligrosas.
La Psiquiatría llegará a ser una ciencia, no me cabe duda. Pero deberá ser una ciencia fundamentada en teorías y prácticas del cuidado desde el citado modelo biopsicosocial y desde el respeto y la autonomía de las personas afectadas. La persistencia del modelo criticado y la deriva hacia el actual control privado de la salud son factores que favorecen la visión estrictamente biomédica y su práctica iatrogénica. Esto se traduce en el abuso de la farmacología, en las intervenciones preventivas sin fundamento, en el uso de etiquetas diagnósticas reduccionistas y estigmatizadoras y en la aplicación en demasiados casos de tratamientos excesivos, innecesarios o inadecuados que trasgreden con frecuencia los derechos humanos de las personas atendidas.
Por último, otro chiste: el presidente de un colegio de médicos reunió en asamblea a sus colegas y rugió: ¡solo aceptaremos en nuestro seno todas las actuaciones que realicen los médicos bajo el paraguas estricto de la ciencia, solo la ciencia oficial y nada más que la ciencia, y contribuiremos al control y fiscalización del resto! Como un resorte se levantó un psiquiatra en medio de la asamblea y exclamó ¡eso, eso, que se joda el homeópata!
Adrián Martínez
Médico
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