Browse By

«Carta a un hombre que ya no está», por Ángela González

Ángela GonzálezPor las que callaron.

Hola, Manuel.
Hoy he venido a verte.
No porque te eche de menos, ni porque aún te quiera.
Sino porque, por fin, puedo hablar sin miedo.
Sin que tiemble el suelo, ni se rompa un plato, ni se me nuble la vista con tus gritos.

He traído esta carta porque las palabras que no se dicen acaban pudriéndose dentro, igual que yo me fui pudriendo poco a poco a tu lado.

¿Te acuerdas aquella vez que me tiraste la comida a la cara porque decías que le faltaba sal?
Solo sal.
Yo me quedé quieta, mirando los granos pegados en el suelo.

El corazón me golpeaba tan fuerte dentro del pecho que apenas podía oírte.
Pensé que iba a desmayarme.
Pero no lo hice.
Me limité a limpiar, en silencio, como si todo fuera culpa mía.
Porque lo pensé, ¿sabes?
Pensé en echarle un poco más…
y no lo hice por miedo a que estuviera salada.
Nunca acertaba contigo.

Esa fue la primera vez que entendí que el amor también podía doler.
Después vinieron los gritos, las noches largas, los portazos, las sillas arrastradas.
Los insultos murmurados como veneno: “inútil”, “idiota”, “nadie te va a querer”.
Y yo te creí.
Porque ya no era yo.
Era tu sombra.
Tu silencio.
Tu casa.
Tu nada.

Recuerdo el día que nuestra hija, con apenas diecisiete años, se plantó delante de mí.
Tenía los ojos llenos de rabia y de miedo.
Me dijo: “Mamá, vete. No puedo seguir viendo cómo te mueres por dentro.”
Y no la escuché.
La mandé callar, como tú hacías conmigo.
La quise proteger de la vergüenza, pero lo único que hice fue enseñarle el miedo.
Hasta que un día se fue.
Y no volvió.

Y ahora, aquí estoy.
Vieja.
Cansada.
Con los recuerdos pegados a los huesos y la voz llena de cosas que no dije.
Con una hija lejos, que ya no me llama “mamá”.
Y contigo bajo tierra, donde por fin no puedes hacerme daño.

Lamento haber soportado tanto.
Lamento no haberle hecho caso a nuestra hija.
Lamento haberla perdido a ella igual que me perdí a mí.
Porque mientras tú vivías, yo desaparecía.
Un poco más cada día.

Ahora me queda poco tiempo, y ya no tengo fuerzas para odiarte.
Solo quiero descansar.
Y al menos me dejaste eso: la calma de no tenerte cerca.
Por fin puedo respirar sin miedo.
Por fin puedo dormir sin sobresaltos.
Por fin puedo hablarte y no bajar la mirada.

Gracias por irte antes.
Gracias, de algún modo, por dejarme decirte esto a la cara, aunque no puedas escucharme.
Ya no necesito que respondas.
No quiero perdonarte.
Solo necesitaba soltarlo.

Porque después de toda una vida callando,
por fin puedo decirlo en voz alta:

Adiós.

Ángela González


There is no ads to display, Please add some

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *